dimarts, 6 de febrer del 2018

INGRAVIDEZ

Cuando despertó el cromatograma todavía estaba allí. En la parte superior de la libreta amoratada, entre algunas publicaciones y el envoltorio de unas galletas de máquina dispensadora, en un equilibrio inestable. Jarrett seguía sonando en Spotify y pareciera que sólo habían pasado unos minutos.

Sin embargo, debía ser tarde porque el despacho estaba vacío y no se oían voces por el pasillo. Se levantó de la silla y anduvo como si fuera la primera vez que lo hiciera. Atribuyó la sensación de mareo al cansancio acumulado de las últimas semanas.

Miró por la ventana oblicua del despacho. Le sobró aire y resopló. Nunca creyó que pudiera acostumbrarse a los días aciagos, a las lluvias intermitentes y a la luz del sol apocada por las nubes densas y de contornos bien definidos de Kensington. Pero, para su asombro, a los tres meses de llegar ya no extrañaba nada de Barcelona. 

El líder del grupo de investigación donde trabajaba era un tipo de unos cincuenta años que vestía con americana de color tabaco, hablaba lento, con un volumen de voz muy bajo y carente de severidad. Era un hombre peculiar que cerraba los ojos para pensar, como si en la oscuridad fuera más capaz de diseñar un plan de trabajo o de decidir los objetivos de un proyecto. Gozaba del respeto de los investigadores de su equipo y era una figura reconocida internacionalmente. Tal vez por eso, la primera vez que entró en su despacho se sintió algo nervioso y no consiguió hilar un discurso coherente. Un poco como aquella vez que asistió a una conferencia de McEwan y se acercó a pedirle que le firmara un ejemplar de Sábado, y ante la pregunta de cuál era su nombre, tardó unos segundos en contestar. 

A pesar de que seguía inquietándole algo de su personalidad, enseguida se forjó entre ellos una buena relación profesional. Incluso le invitó a conocer a algunos miembros de su familia, en un almuerzo informal que dio en su casa de la campiña inglesa, cuando se cumplía un año de su contrato post-doctoral.

El cansancio de los brazos y el haberse dormido ante la pantalla de Matlab le hizo pensar que debía tomarse unas vacaciones. Llevaba más de seis meses trabajando sin descanso, en los experimentos preclínicos que debían dar resultados preliminares para la propuesta del European Research Council. Olía a estabulario y a tedio. Repasó el calendario de cabeza y decidió darse un respiro antes de acabar el mes.

De este modo, repasando fechas de entrega y reuniones de grupo bajó las escaleras hacía la salida del edificio. Colocó la tarjeta en el torno y se detuvo. Sintió frío en la espalda de la chaqueta y se colocó la bufanda de lana por el cuello y la estrechó hasta taparse la boca. 

Al poner un pie en los adoquines de la calle, notó que estaban emblandecidos. Se asustó y dio un paso atrás. Creyó que era un accidente y que enseguida recuperaría el control. Pero los brazos perdían fuerza y colgaban sin esfuerzo de los hombros. Los pies se movían lentos y desorganizados con el cuerpo. El torso hacía por mantener el equilibrio, ora delante, ora detrás, y la cabeza luchaba por mantenerse erguida. Las pulsaciones se dirigían hacia el cuello y la nariz se taponó por el orificio derecho. Asustado quiso correr para huir de aquel mareo poco común, pero al levantar la pierna perdió el contacto con el suelo. Quiso saltar con el pecho hacia adelante y emprendió el vuelo por un túnel de viento. 

Cerró los ojos tres segundos, inspiró y vio como el cielo se abría coloreado. En lo alto, el instituto le pareció lúgubre. Un último escalofrío y le invadió una extraordinaria tranquilidad. Gozó de placer. Y agradeció sentirse vivo antes de que fuese demasiado tarde.

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© LAIA ROCA
Maira Gall