Cuando despertó el
cromatograma todavía estaba allí. En la parte superior de la libreta amoratada,
entre algunas publicaciones y el envoltorio de unas galletas de máquina
dispensadora, en un equilibrio inestable. Jarrett seguía sonando en Spotify y
pareciera que sólo habían pasado unos minutos.
Sin embargo, debía ser tarde porque el despacho estaba vacío
y no se oían voces por el pasillo. Se levantó de la silla y anduvo como si
fuera la primera vez que lo hiciera. Atribuyó la sensación de mareo al
cansancio acumulado de las últimas semanas.
Miró por la ventana oblicua del despacho. Le sobró aire y
resopló. Nunca creyó que pudiera acostumbrarse a los días aciagos, a las
lluvias intermitentes y a la luz del sol apocada por las nubes densas y de
contornos bien definidos de Kensington. Pero, para su asombro, a los tres meses
de llegar ya no extrañaba nada de Barcelona.
El líder del grupo de investigación donde trabajaba era un
tipo de unos cincuenta años que vestía con americana de color tabaco, hablaba
lento, con un volumen de voz muy bajo y carente de severidad. Era un hombre
peculiar que cerraba los ojos para pensar, como si en la oscuridad fuera más
capaz de diseñar un plan de trabajo o de decidir los objetivos de un proyecto.
Gozaba del respeto de los investigadores de su equipo y era una figura
reconocida internacionalmente. Tal vez por eso, la primera vez que entró en su
despacho se sintió algo nervioso y no consiguió hilar un discurso coherente. Un
poco como aquella vez que asistió a una conferencia de McEwan y se acercó a
pedirle que le firmara un ejemplar de Sábado, y ante la pregunta de cuál era su
nombre, tardó unos segundos en contestar.
A pesar de que seguía inquietándole algo de su personalidad,
enseguida se forjó entre ellos una buena relación profesional. Incluso le
invitó a conocer a algunos miembros de su familia, en un almuerzo informal que
dio en su casa de la campiña inglesa, cuando se cumplía un año de su contrato
post-doctoral.
El cansancio de los brazos y el haberse dormido ante la
pantalla de Matlab le hizo pensar que debía tomarse unas vacaciones. Llevaba
más de seis meses trabajando sin descanso, en los experimentos preclínicos que
debían dar resultados preliminares para la propuesta del European Research
Council. Olía a estabulario y a tedio. Repasó el calendario de cabeza y decidió
darse un respiro antes de acabar el mes.
De este modo, repasando fechas de entrega y reuniones de
grupo bajó las escaleras hacía la salida del edificio. Colocó la tarjeta en el
torno y se detuvo. Sintió frío en la espalda de la chaqueta y se colocó la
bufanda de lana por el cuello y la estrechó hasta taparse la boca.
Al poner un pie en los adoquines de la calle, notó que
estaban emblandecidos. Se asustó y dio un paso atrás. Creyó que era un
accidente y que enseguida recuperaría el control. Pero los brazos perdían
fuerza y colgaban sin esfuerzo de los hombros. Los pies se movían lentos y
desorganizados con el cuerpo. El torso hacía por mantener el equilibrio, ora
delante, ora detrás, y la cabeza luchaba por mantenerse erguida. Las
pulsaciones se dirigían hacia el cuello y la nariz se taponó por el orificio
derecho. Asustado quiso correr para huir de aquel mareo poco común, pero al
levantar la pierna perdió el contacto con el suelo. Quiso saltar con el pecho
hacia adelante y emprendió el vuelo por un túnel de viento.
Cerró los ojos tres segundos, inspiró y vio como el cielo se
abría coloreado. En lo alto, el instituto le pareció lúgubre. Un último
escalofrío y le invadió una extraordinaria tranquilidad. Gozó de placer. Y
agradeció sentirse vivo antes de que fuese demasiado tarde.
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